En el centro de nuestra fe
está la persona de Jesucristo, muerto y resucitado para nuestra salvación. Este
es el kerigma primero, es decir, el primer anuncio que define a la comunidad de
los primeros testigos de Jesús Resucitado. En el libro de los Hechos de los
Apóstoles 2: 32 podemos leer: Y este Jesús, Dios lo resucitó y todos
nosotros somos testigos.
En base a esa experiencia
fundante, los cristianos de la primera hora, la Comunidad pospasucal, estructuró
su vida de culto en torno a la Resurrección.
Los acontecimientos que se
desencadenaron en la vida de Jesús de Nazareth, que culminan en su muerte y
resurrección, acontecieron alrededor de la Pascua hebrea. La Pascua judía hace
memoria de la liberación del pueblo de la esclavitud, la Pascua cristiana
profundiza el sentido de la libertad y amplía el horizonte mediante la
salvación ofrecida en Jesucristo, salvación del pecado y de la muerte,
salvación que nos hace partícipes de la naturaleza divina (Cf. 2 Pedro 1:4).
Para celebrar el misterio pascual, es decir, la
muerte y la resurrección de Jesucristo y su relación con los discípulos además
del acento en el partir el pan las primeras comunidades
profundizaron el sentido del bautismo como experiencia
personal de morir y resucitar con y en Cristo (Cf. Romanos 6: 1 – 11). En el
bautismo damos muerte al hombre viejo y dejamos que por la acción de Dios
emerja el hombre nuevo. El bautismo se transformó en un elemento central en la
vida del discípulo y de la Comunidad cristiana.
Según la Tradición Apostólica de Hipólito,
del siglo III, entre otros testimonios, la preparación al bautismo
(catecumenado), podía durar por lo menos tres años. El bautismo, propiamente,
acontecía en la noche de la Vigilia pascual, Culto que se constituyó en el más
importante del incipiente calendario litúrgico.
El catecumenado tenía cuatro grandes etapas.
Inicialmente, la Admisión de los candidatos. Posteriormente, el período de la
instrucción con fuerte acento bíblico. Luego, iniciando la preparación próxima
en la Cuaresma, la celebración sacramental (Bautismo, Confirmación, Eucaristía).
Finalmente, las instrucciones posbautismales (mistagógicas).
La Cuaresma tiene sus orígenes en la preparación
próxima a la celebración del bautismo durante la Vigilia pascual. Por eso, es
necesario profundizar el sentido de la Cuaresma y del bautismo. Probablemente,
muchos de nosotros hemos sido bautizados hace ya algún tiempo, por eso, cada
vez más no se trata sólo de bautizar a los convertidos sino de convertir a los
ya bautizados. Es decir, profundizar nuestro seguimiento y adhesión radical a
la persona de Jesucristo.
En este marco, surge el rito de imposición de
cenizas. En su origen, en el proceso de preparación a la gran celebración de la
Vigilia pascual, el gran culto del anuncio de la victoria de la vida sobre la
muerte, la imposición de cenizas se realizaba a aquellos que deseaban confesar
sus pecados el jueves de la semana santa y en dicho camino las cenizas expresaban
su deseo de conversión y transformación interior. Muchos de éstos pasaban a
formar parte del Orden de los penitentes.
En nuestro tiempo, con un marco simbólico distinto
y en contextos culturales muy diferentes no perdamos lo esencial. Primero, la
centralidad del misterio pascual y su celebración durante la semana santa. Segundo, saber que somos personas en proceso, en camino, no somos perfectos o acabados,
en este sentido la Cuaresma como tiempo fuerte de la Iglesia nos ayuda a mirar
nuestra interioridad y cambiar el corazón para transformarlo como diría el
Profeta de un corazón de piedra en un corazón de carne (Cf. Ezequiel 11:19-20). Finalmente, que el rito de
imposición de cenizas nos implique y exprese nuestro deseo efectivo de querer
transformar nuestra vida, no meramente como una expresión simbólica de nuestra
religiosidad sino como expresión de nuestra adhesión y seguimiento a aquel que
entregó su vida y Dios lo resucitó de entre los muertos.
¡Bendecido Tiempo de Cuaresma!
Revdo. Canónigo Ariel Irrazábal